Mi vida sin mí
Una reflexión sobre las consecuencias del confinamiento forzoso. ‘Se va escapando un espacio de la vida…’.
BUENOS AIRES (NAP, por Jorge Ávila*). No es una confesión. Ni siquiera un desahogo. Quizás el pequeño instante de mirarnos frente a un espejo que no devuelve el rostro conocido.
Los cambios producidos por la pandemia muestran desde hace tiempo, un profundo sesgo devastador vinculado al estado anímico y psíquico de las sociedades.
En un comienzo, los confinamientos en sus diversas modalidades, adquirieron un rasgo en común: cierta resignación ante la alerta de una letalidad que golpea con fuerza en todas las regiones del planeta. Cerrar la puerta, alejarse de la oficina, alimentarse a domicilio, fueron entonces conductas adoptadas masivamente, en diversas formas, por todos los conglomerados humanos, para aventar el riesgo.
Sin embargo, esas precauciones resultaron insuficientes, y los contagios crecieron, mostrando asimismo otros males endémicos, sociales y políticos. Las carencias en amplios sectores para acceder a condiciones mínimas de subsistencia, se observaron en todas las latitudes agravando el cuadro sanitario.
Desfigurados por letanías diversas, quienes habitamos este tiempo, no parecemos capaces de producir descripciones y reflexiones, tan eternas y realistas como las de Albert Camus en La peste, o Daniel Defoe, en su Diario del año de la peste. Lejos del Orán argelino o el Londres bubónico debemos asistir a una serie de ramplonerías y calculadas declaraciones mojigatas que no hacen más que sumir en el desaliento a la comunidad.
Atamos nuestro destino a una extravagante disputa de vacunas, laboratorios y gobiernos, que parece no tener fin ni escrúpulos. Abjurando prontamente de todo vestigio humanitario, afrontamos la nueva realidad con el devaneo oprobioso de siempre.
Crecen los profetas del apocalipsis o la salvación, mientras el poder del encierro lleva un mensaje tenebroso. Estamos todos en libertad condicional. Las oficinas desiertas, se convierten en receptáculo de los mensajes online que pretenden simular continuidades productivas mientras la tecnología crece como nueva religión de Estado. Pretender suplantar con videollamadas las charlas cara a cara cotidianas, con sus inflexiones, miradas o gestos cómplices, es tan absurdo como viajar en taxi por diez cuadras, por temer al transporte colectivo.
Pero ¿cuánto durará esta pantomima que, en otros tiempos y contexto, nadie dudaría en calificar de surrealista? En cada gesto perdido, en los bordes del miedo al otro, en los labios cerrados por las dudas, se va escapando un espacio de la vida que conocimos hasta la irrupción viral.
En cada jornada de sistemática reclusión quedan jirones de nosotros mismos. ¿Mis hijos volarán sin mí? ¿Mis nietos crecen agorafóbicos? ¿Los amigos mueren en la distancia infinita del silencio?
Sacrificar en el altar sanitario la conciencia es no escuchar durante meses una voz humana que no provenga de la intervención electrónica, no abrazar un cuerpo amado, no estrechar sin guantes de goma la mano del prójimo. Si esta miseria es el objetivo de la inmunidad de rebaño, faltaran partes esenciales: la libertad, el amor, la paz y la esperanza.
El padre de un compañero se contagió al comenzar el invierno. Se negó reiteradamente al cuidado médico más allá de su encierro. Las desesperadas videollamadas del colega, por la inhibición a asistirlo personalmente ante el riesgo que implicaba, duraron semanas. Su jefe le advirtió: “Llamá una ambulancia y llevalo al hospital antes de que sea tarde””. Un día la respuesta fue un techo blanco, una lámpara apagada. Había fallecido ¿Cuantos más? (Noticias AgroPecuarias).
*Editor del suplemento Campo del diario La Prensa. Publicado en La Prensa.com.ar